Lo primero que hay que aclarar es que, dado que Carta desde el Toubkal (Ediciones del Genal – Málaga, 2015) de Pedro Delgado Fernández fue finalista del VII Premio Desnivel de Literatura de Montaña, Viajes y Aventuras, el lector puede llevarse a engaño. En efecto, cuando he acabado de leer el libro, he pensado en esto, que quizá lo que encierran sus páginas no es lo que uno cree que va a encontrar. Eso también puede significar toparse con algo que, por inesperado, nos desconcierte agradablemente, en especial porque se descubra a un excelente narrador.
Quienes conocemos personalmente a Pedro Delgado también nos llevamos una segunda sorpresa al leerlo, porque sabiendo de su carácter afable y abierto, no intuyes que sus historias, algunas de ellas, puedan ser tan viscerales o tan violentas. Pero esa es la magia de la creación literaria.
Comencé por el final, por los tres últimos relatos, como me había indicado Pedro, porque los había añadido al manuscrito original que yo ya conocía. Relatos, pues, escritos hace menos tiempo, y por ello presuntamente más maduros. En realidad, esto último no es del todo cierto porque todos los cuentos o relatos que conforman el libro mantienen el mismo tono de sobriedad, sencillez y detalle descriptivo.
No voy a destripar todos los cuentos que conforman Carta desde el Toubkal, pero sí voy a dar mi impresión sobre algunos de ellos.
Los años de plomo, el primero de los tres cuentos del final del libro, es como la pincelada de arranque de lo que vamos a encontrar en el resto del volumen. Los que conocemos Marruecos, sabemos lo que significa la frase «los años de plomo», y el protagonista del relato, Hamid, es una de las víctimas de esos años en los que el férreo régimen que instauró Hassan II aplastó a muchos marroquíes. Relatar una venganza no es siempre fácil, pero Pedro Delgado lo hace aquí desde las sensaciones que invaden a Hamid y nos convierte de alguna manera en su cómplice; sufrimos y vivimos con él lo que resulta inevitable. Es quizá el relato menos viajero de todos, y es más un viaje no tanto físico como interior al dolor escondido en el alma.
Porque el libro tiene como nexo de unión el viaje que realiza cada uno de los protagonistas de cada uno de los cuentos.
Por eso, el siguiente relato, El mehari de Nagumo, por el contrario, es de alguna manera el inicio real de todos esos viajes que vamos a realizar. Y es un viaje en el que el azar se convierte en el guía del desdichado japonés que cruza el desierto. Hay un algo de destino escrito en el desenlace de esta excelente historia, ese destino que para el marroquí es inevitable.
“No conozco Larache. ¿Has estado por allí?, me preguntó Sergio Barce hace casi diez años. He estado varias veces, sobre todo en el Norte pero una vez llegué hasta Ouarzazate, le contesté. Tienes que venir conmigo, en cuanto haya ocasión. Pero la ocasión tarda, a su pesar y al mío. Entretanto, Sergio me va regalando fragmentos de su ciudad. Nombres, rostros, edificios antiguos, recuerdos tomados de un botín inagotable que trajo consigo y que siempre lo acompaña. Sergio vive aquí, en Málaga pero, para soñar, se traslada hasta su ciudad de siempre. Cuando la realidad lo enreda, Sergio mira hacia arriba y, sin esfuerzo, se eleva hasta el laberinto de su infancia. El laberinto está pintado de cal y azulina, y tiene vistas al Balcón del Atlántico. Por eso huele a mar y a sardinas, o a aceitunas, jengibre y pimentón. Ahí es donde vive Tami. El niño encimado por la maldad ajena, y redimido por los relatos de su abuelo y los brazos de su madre. El niño frágil que, incomprensiblemente, resiste. No le es fácil. Hace falta creer mucho, sortear mentiras y amenazas para convertir un cigarrón verde en aguerrido combatiente, para servir al gran Saladino y para cortejar princesas tan altivas como Aixa. Pero la realidad, aunque retrocede, no se rinde; la realidad es un padre impío, un hermano mayor, un abuelo viudo, y un cuartucho con jergón en el que dormir la fiebre. La realidad tiene los brazos fuertes, y Tami los bronquios cargados y un propósito hecho ilusión de belleza. Así, entregado y decidido, llega hasta la Playa Peligrosa. Ya no valen medias tintas: la fantasía que lo ha protegido, lo desafía. Una sirena. Es una sirena varada quien lo mira, lo seduce y lo reta para que compruebe si los sueños tienen la verdad necesaria para seguir viviendo. <<¿Y tú me crees?- su pregunta brota de la garganta con un temor de descalabro. Su madre parpadea un par de veces esbozando una sonrisa de conmiseración, tal vez sopesando la respuesta adecuada. Asiente con la seguridad que le da el no poder defraudarlo. Lo arropa de nuevo y lo besa en la frente, barruntándose que probablemente tendrá que llevarlo al médico.
-Claro que te creo. Siempre- toma aire antes de preguntarle- Tami, ¿me regalarás algún día una de tus estrellas?>>
No es verdad. En el mundo no hay sirenas, y Rachida lo sabe. Pero la ilusión de Tami es tan vigorosa que algunos, sin creerla, ansían compartirla. Luego están los otros, los miserables, los sometidos, los ventajistas borrachos de mundo y de realidad. Pero nada de esto es para ellos. Ellos se conformarán con sus abusos, su violencia y sus engaños de filibustero, porque sospechan que las sirenas nunca los mirarán con sus ojos transparentes. Las sirenas son solo para los rebeldes que sueñan.” (Pablo Cantos Ceballos, realizador y guionista de cine)
“Hay escritores para los que no tiene importancia el lugar en el que se desarrollan sus novelas. Lo mismo podrían tener como escenario Madrid que Barcelona, Lisboa que Faro, Nantes que París…, pero Sergio es de esos otros autores para los que ese hecho sí es importante, para los que el paisaje es un personaje más, como lo es el Monument Valley para John Ford en sus películas del Oeste, haciendo de paso referencia a esa afición compartida por el western. La ciudad es un personaje más con sus luces y sus sombras que hace que, los que seguimos su trayectoria y hemos leído sus novelas anteriores, conozcamos, hayamos estado o no allí, la villa de Larache.
Es por eso que reconocemos esos lugares comunes: El embarcadero y la desembocadura del Lükus; el Mercado Central; el castillo de las Cigüeñas, en cuyas ruinas se esconden los amigos de Tami para fumar o cruzar sus espadas de madera, y donde se celebraba el festival de guitarra y música; la cuesta del Hammam; el cementerio cristiano sobre el acantilado, por el que corre Tami con Bennani, y en donde estuve con Sergio visitando la humilde tumba de Jean Genet; la explanada del Majzén; el Luís Vives, adonde me llevó Sergio para presentar <Al sur del Sahara>, mi primer libro de viajes; el bazar Comandancia de Ragala, lugar de encuentro de artistas donde lo de menos es vender instrumentos musicales; la Medina, laberíntica y mágica como todas; la calle Real, donde Tami se encuentra con Hassan, que debió de ser alguien muy parecido al <Lengua> de Málaga; el Zoco Chico, con su piso empedrado sobre el que algunos, como el padre de Tami, extienden sus mercancías de segunda mano haciéndole la competencia a los vendedores de los bazares que se cobijan bajo los arcos de los soportales; la plaza de España o de la Liberación, con los arriates que la rodean; el balcón. ¿Cuántas veces no se habrá sentado Sergio con sus amigos sobre la balaustrada, con los pies colgando hacia fuera, cara al océano? ¿Cuántos barcos pesqueros, de paso lento y pesaroso, no habrá visto atravesar la barra de la desembocadura?
Uno adivina esas pinceladas autobiográficas en algunos apuntes, e imagina a Sergio creyéndose el mismísimo Barbarroja al cruzar el Lükus o jugando al fútbol con sus amigos, aunque sus nombres no sean exactamente Lotfi, Mustapha, Miguelito, Samir o Bennani.
Y me gusta que existan personajes reales entre los “extras” de la novela: Filali el del banco; Pilar Triviño y su hermano Toni, el que trabaja en el consulado de España; la doctora Ouazari y el doctor Ali Marzouki; Mayid Yebari, hermano de El Hach Yebari, el del bazar de la avenida Mohamed V, que a veces le da cinco dirhams a Tami para que se compre garrapiñadas. Yo he estado con Sergio en el bazar del Sr. Yebari; los directores de cine Abdeslam Kelai y Cherif Tribak, sentados en el café Lixus; el guitarrista Ahmed el Guennouni; Luisito Velasco; los poetas Mohamed Abid y Al Bakri; Sibari, el más popular de los escritores marroquíes que escriben en castellano. Una persona entrañable con la que compartí unas horas en la Casa de España de Larache; Mohamed Mrabet, que no es el escritor que encumbró mi admirado Paul Bowles al transcribir su Amor por un puñado de pelos, sino ese señor con mayúsculas que vive en la Medina y que tiene una pequeña asociación llamada Al Kasaba, y que es de los pocos que cuidan la zona; Rachid Serrouk, el de la librería Al Ahram, donde también estuve, la persona que le regala a Tami ese cuaderno de dibujos que todos los niños quieren tener; Manuel Gallardo, el abuelo materno de Sergio, que es el policía que abrió camino con la sirena de su motocicleta al abuelo de Tami y a Casitas, el jugador del Larache, para que llegase a tiempo al partido que le ganaron al Martos. El otro día miré por curiosidad en qué división juegan actualmente cada uno de los equipos. El Martos Club de Fútbol milita en la tercera división (grupo IX), pero el Larache Club de Fútbol desapareció con la independencia de Marruecos en 1956. Jugaba en el estadio de Santa Bárbara, con capacidad para 4.900 personas, y la camiseta de su equipación era como la del Málaga. El equipo se fundó en 1940 con el nombre de Patronato Deportivo Larache, y en 1947 cambió de nombre por Larache C.F. Alcanzó la tercera división española, donde militó 8 temporadas hasta su desaparición. La sede social del club se encontraba en el Bar Selva, en la plaza de España.
Hablando de fútbol, me gusta pensar que Tami, de existir, estaría contento por la victoria del Barça el pasado sábado, y que se habría paseado con su camiseta blaugrana con el nombre de Xavi en la espalda, por las plazas y las calles de la ciudad.
Todos sabemos, como el tio de Miguelito que era marinero, que las sirenas desaparecieron hace siglos, pero después de leer esta novela uno no podrá dejar de otear la playa cuando visite Larache, con la esperanza de que aquella sirena todavía no se haya ahogado.” (Pedro Delgado Fernández, escritor)
presentación de la novela
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