«LA NOCHE DE LOS TAMBORES», POR JOSÉ MARÍA FERNÁNDEZ GALLARDO

PUENTE DE EL KERMA

PUENTE DE EL KERMA

La historia o la memoria de una familia se conserva por tradición oral, pero, a veces, también tenemos la suerte de que haya alguien que recupere esa historia y la plasme por escrito. Uno de los primos de mi madre, José María Fernández Gallardo, suele recuperar sus recuerdos personales y los comparte. Acaba de escribir un pequeño texto en el que habla de mis bisabuelos maternos, esos mismos que aparecían en mi relato La vida cotidiana durante el protectorado en la ciudad de Larache, que publiqué con Iberdrola en el volumen de El Protectorado de España en Marruecos: La historia trascendida.

Lo que cuenta José María es una pequeña anécdota, pero leyéndola me ha hecho pensar en lo que relataba mi madre cuando hablaba del Kerma, y me he acordado de mi abuelo Manolo Gallardo y de mi bisabuela María, que tuve la suerte de conocer y que siempre recordaré como una mujer dulce y entrañable, que me miraba y mimaba con mucho cariño.

Sergio Barce, abril 2016

LA NOCHE DE LOS TAMBORES

 por José Mª Fernández Gallardo

Los tambores sonaron toda la noche, y solo las primeras luces del alba consiguieron aplacar aquel mensaje amenazador que llegaba desde las cercanas cabilas. Aquella misma tarde, Juan Gallardo descendió de la cabina de la vieja camioneta Hispano Suiza y, mientras los hombres bajaban con ánimo cansino de la parte trasera, daba órdenes a  Mohamed para que aparcara la camioneta en la parte trasera de la casa, cerca de la puerta del corral. Una vez que los obreros guardaron las herramientas en los correspondientes cobertizos, fueron abandonando la explanada con dirección a sus jaimas, ya que en su totalidad eran nativos moradores de las pequeñas cabilas que se asentaban en todo el territorio del Lukus. 

A pocos kilómetros de Alcazarquivir, muy cerca del puente colgante de El Kerma, el Ministerio de obra y fomento poseía una finca que utilizaba como base central para la construcción y mantenimiento de las carreteras que discurrían por la provincia de Larache. Allí era donde vivían Juan con su esposa María y su prole. Un varón y siete hijas, Manolo, el heredero, María e Isabel habían nacido en la península. Carmen, Anita Emilia, Luisa y Antoñita nacieron ya en el protectorado de Marruecos, a donde Juan fue destinado en 1927 por el Ministerio de fomento como capataz de obras públicas. El recinto estaba compuesto por un caserón de dos plantas y varios cobertizos con funciones concretas como la de garaje, taller o almacén, todos ellos dispuestos alrededor de una gran explanada central ocupada por alguna maquinaria pesada, aparcada bajo la sombra de un gran eucalipto. Tras el caserón principal, un pequeño huerto y un establo donde se criaban cerdos, conejos y gallinas. Algo más alejado, se encontraba el puente que cruza de orilla a orilla las aguas del rio Lukus, que bañaba todas aquellas hermosa y fértiles tierras del valle de Garb.

EMILIA

EMILIA

Juan entró en la casa y pidió a María que reuniera a sus cinco hijas en la cocina. Su primogénito y su hija mayor, por aquel entonces, ya habían formado sus familias y vivían en el pueblo cercano de Alcazarquivir. Una vez que María consiguió que todas sus hijas estuvieran sentadas alrededor de la gran mesa que ocupaba el centro de la cocina, les hizo saber la noticia que el comisario de policía le había comunicado al medio día a pie de tajo. Aquella noticia no era otra que la confirmación de la creciente agitación en las provincias del protectorado, desde que un manifiesto donde se reclamaba la independencia de Marruecos había visto la luz.

Aquella situación era, con toda seguridad, la razón por la que sus obreros nativos habían estado los últimos días más ásperos y por la que los cortes de luz y de teléfono se habían hecho más habituales de lo normal. Juan animó a María y a sus hijas para que estuvieran atentas a cualquier circunstancia anormal en la rutina de la finca. Igualmente les informó que, durante los siguientes días, Emilia, Luisa y Antoñita no asistirían al instituto hasta que los ánimos se calmaran. Después de asearse en el lavadero, en la parte trasera de la casa, Juan fumaba y conversaba en voz baja con Mohamed. Era una noche típica de verano, de esas que el calor va dejando poco a poco el paso de la brisa. Un intenso aroma de eucalipto envolvía todo el ambiente de la finca. El firmamento estaba sembrado de estrellas, y la luna llena invadía los campos de una luz azul, que permitía ver con claridad las cercanías de la finca, lo que Juan agradecía especialmente aquella noche.

La fina serpentina de humo del cigarro ascendía con lentitud hacía el firmamento, aquel firmamento que siempre le evocaba al de su pueblo natal. Juan nació en Roquetas de Mar, un pequeño pueblo pesquero bañado por las aguas del Mediterráneo, en la provincia de Almería. Desde muy niño, y contrariamente a la mayoría de sus convecinos, supo que el mar no iba a ser el medio de donde sacar un jornal. Dejó el colegio apenas sabiendo leer, escribir y las cuatro reglas básicas para sumar y restar. Pronto, empezó a trabajar como mozo en la construcción de la carretera que, por aquel entonces, el MOPU llevaba a cabo entre las ciudades de Almería y Málaga. Con esfuerzo y tesón, se fue haciendo un sitio entre aquellos duros obreros y, poco a poco, los ingenieros del MOPU fueron contando con él, hasta llegar a ser uno de los capataces más jóvenes de toda la provincia. Juan se enamoró de María, hija única de un patrón de barco de Roquetas de Mar. Se casaron y tuvieron tres hijos. Cuando le ofrecieron el traslado al protectorado de Marruecos, pensó que las ventajas y las pesetas extras facilitarían el bienestar de su familia. Aquella nueva tierra le había dado un trabajo donde todo el mundo lo respetaba, un techo donde vivir con las necesidades básicas cubiertas y cinco hijas más. Mirando las estrellas, sabía que nunca volvería a la península y que sus restos reposarían bajo aquella luna mora.

MI BISABUELA MARIA, CON JOSE MARÍA EN BRAZOS

MI BISABUELA MARIA, CON JOSE MARÍA EN BRAZOS

Los cuchicheos de María con sus hijas no cesaron mientras duraron el ir y venir de los preparativos de la cena. Como todas las noches, alrededor de las nueve, Juan presidia la mesa donde cenaba con su mujer y sus hijas. Como era hombre de pocas palabras. María aprovechaba ese momento para ponerle al corriente de los pormenores cotidianos de la casa. Las niñas seguían cuchicheando en voz baja, y los dos perros que vivían en la casa se esmeraban por coger algún resto de comida que caía al suelo. No habían acabado aún con el plato de sopa que todos comían cuando los primeros compases repetitivos de unos tambores, no muy lejanos, interrumpieron el ruido de cubiertos, la conversación del matrimonio, los cuchicheos de las niñas y hasta el canto de los grillos. Los perros, en pie, gruñeron, erizaron el lomo y estiraron las orejas. Pasado unos segundos, Juan le pidió a su esposa que siguiera con la conversación y solo la voz de María fue quien le echó un pulso al silencio sepulcral del resto de los comensales y al cada vez más intenso sonido de los tambores.

Una vez terminada la cena, y bajo la luz de las velas, aquella era una más de las muchas noches que el servicio de luz eléctrica se había interrumpido. María sentada en su hamaca intentaba dar un ejemplo de normalidad con el ganchillo entre las manos, Carmen y Anita fregaban los platos, Emilia leía en voz alta aquel libro de la novelista americana Louisa May que tanto les encantaba a todas. Luisa y Antoñita, con la cabeza sobre los brazos y apoyadas en la mesa, empezaban a sentir las primeras llamadas de Orfeo y apenas eran capaces de seguir la lectura de Emilia.

En el desván trasero, Juan y Mohamed descolgaban las escopetas de cazas y recargaban el cinturón de la munición. Isabel los miraba atentamente, no era la primera vez que veía esa escena y sabía perfectamente que aquel era el momento que tantas veces le había comentado su padre. En ocasiones, Isabel era requerida por su progenitor con cierto secretismo y, acompañados siempre por Mohamed, se alejaban de la casa en dirección a la orilla del rio, hasta llegar a un recodo del camino donde había un viejo árbol caído en una noche de tormenta. Su padre le entregaba un viejo revólver, le explicaba el manejo del arma y luego hacían práctica de tiro. Mohamed ponía, sobre el viejo árbol caído, algunas latas y, mientras iba dando instrucciones a Isabel para que no errara el tiro, daba gritos de ánimos a Isabel tanto si el tiro era certero como si no. En el camino de vuelta, siempre felicitaba a Isabel por su buena puntería, aunque no todas las veces conseguía tocar las latas. El revólver siempre volvía envuelto entre trapos a la estantería más alta del desván. En aquella ocasión, Isabel guardó el revólver entre su delantal, en uno de los cajones de la vieja alacena de la cocina.

Alcazarquivir - los padres de José María con sus hermanos Juan y Maribel. José María es el niño pequeño que sostiene Fatima entre sus brazos

Alcazarquivir – los padres de José María con sus hermanos Juan y Maribel. José María es el niño pequeño que sostiene Kasmia entre sus brazos

Mohamed era un obrero de las primeras cuadrillas que Juan había tenido al llegar a Marruecos. Con el tiempo, se fue convirtiendo en la mano derecha del nuevo capataz y entre los dos hombres se creó un fuerte lazo a base de mutuo respeto y confianza. Tanto en el tajo como cuando salían juntos a cazar, Juan contaba con el criterio de Mohamed. Era el único obrero que dormía en uno de los cobertizos de la finca y las niñas aprendían de él las costumbres y el idioma autóctono de la zona. Mohamed se sabía parte de aquella familia llegada a su tierra desde el otro lado del mar.   

Aquella noche de verano, ningún habitante durmió en su cama. María paso la noche sentada en su hamaca dando cabezadas, sus hijas acomodadas en el lecho de la habitación más cercana a la cocina, según el sueño las fue venciendo. Juan sentado en la cocina, consumiendo café y tabaco, los perros entre los pies. Mohamed sentado en su estera, la cafetera llena de té y las escopetas cerca de ellos, apoyadas contra la pared. Todos muy pendientes del ritmo de los tambores, que se fue ahogando entre las primeras luces del amanecer.

Un sol brillante fue desperezando a los moradores de la casa, la explana poco a poco se fue llenando de obreros envueltos en sus chilabas, Juan y Mohamed devolvieron las escopetas y el revólver al desván y, con la camioneta repleta de obreros, se marcharon al tajo. Durante todo el día, por la finca de Kerma, pasaron las visitas habituales que María, como de costumbre, fue gestionando. No faltó el joven teniente de infantería, el atractivo carabinero con el bigote a lo Errol Flynn y el simpático chofer de la Valenciana. Todos ellos preocupados por cómo se había vivido en la finca aquella noche.

Al final de la jornada, y mientras cenaban, María volvió a sacar aquel tema tan delicado y que tantas veces le había propuesto a Juan, con la diferencia de que esa noche él aceptó. María alquiló una casa en el pueblo cercano de Alcazarquivir. La casa cumplía con las dos únicas condiciones que Juan impuso. Era amplia y estaba en la entrada del pueblo, donde empezaba la carretera a Larache. María era consciente de que la finca del Kerma, en mitad del campo, no era el lugar idóneo para casar a cinco hijas. Pronto, las hijas de María se acomodaron a vida social de Alcazarquivir, a los paseos por el bulevar, la doble sesión en el cine Español y a los bailes en el casino militar. A Juan fue al que más le costó abandonar las caminatas hasta la orilla del rio, los días de caza con Mohamed y el silencio de las noches, solo roto por el canto de los grillos.

María daba gracias a Dios cada vez que una de sus hijas subía al altar. Vio nacer a sus nietos, lloró la muerte de Juan y murió en Barcelona a la edad de noventa y dos años, dejando en mi corazón un recuerdo imborrable y, en algún recodo de mi memoria, historietas como las que hoy os cuento.

Barcelona, Abril 2016.

PUENTE DE EL KERMA SOBRE EL RIO LUKUS

PUENTE DE EL KERMA SOBRE EL RIO LUKUS

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2 pensamientos en “«LA NOCHE DE LOS TAMBORES», POR JOSÉ MARÍA FERNÁNDEZ GALLARDO

  1. gallardo52 dice:

    Gracias por incluir este corto relato de nuestra memoria en tu blog, para mi es todo un lujo.
    José Maria

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