Quien sigue mi blog, sabe que Richard Ford es uno de mis autores de cabecera junto a Cortázar, Auster, Roth, Bowles, Chukri, Coetzee, Ernaux… Y unos cuantos más.
Acabo de leer su última novela: Sé mía (Be mine, 2023), publicada por Anagrama y con traducción de Damià Alou. Una historia llena de heridas y de sinsabores, aunque con alguna dosis de humor corrosivo, en la que cuenta el último viaje de Frank Bascombe (ese personaje que hemos seguido durante años en varias de sus novelas) junto a su hijo Paul, aquejado de ELA.
«Y ahora llego tarde, tarde, a una cita muy importante. Mi hijo. En casa. Lleva solo demasiado tiempo, corriendo vete a saber qué peligro del que podría-debería haberle salvado: un fogón del que sale gas sin llama y nadie se ha dado cuenta. Un corte en la yugular provocado por una caída en el baño. Una convulsión: algo que ocurre en los casos de ELA. Cada vez que llego tarde del Vietnam-Minnesota Hospitality, o porque Betty y yo nos besuqueamos en el coche y perdemos la noción del tiempo, me apresuro a volver pensando en qué dirá el auto de acusación: <Comparece ante el tribunal el demandado Bascombe, acusado de abandonar a su hijo minusválido, que se cayó de las escaleras del porche al intentar avisar a los vecinos y acabó con el cuello roto y rígido como una tabla>. El público ahoga un grito. <El demandado alega circunstancias atenuantes (…) visita imperativa a un establecimiento de masajes, etc…>.
Tener un hijo adulto que probablemente muera antes que tú no es lo que uno había previsto. No se parece a ninguna otra cosa. No hay un vocabulario fijo, no hay tarjeta ni postal que pueda expresarlo. Cuando nuestro hijo Ralph Bascombe estaba a punto de morir y murió, en 1979, su madre y yo nos lanzamos a una catacumba de pavor: pavor no tanto por Ralph, que hizo todo lo posible por hacernos sentir mejor resistiéndose a morir con todas sus fuerzas y diciendo a menudo cosas muy divertidas, sino pavor por los demás y por nosotros mismos. Sencillamente, no podíamos perdonarnos ser incapaces de aliviar el dolor del otro, algo que habíamos prometido hacer en nuestros votos matrimoniales, y lo intentamos. Por eso los matrimonios en los que mueren hijos suelen desmoronarse, como sucedió con el nuestro. Aunque no me juzgues hasta que no te pongas en mi piel…»
En esta novela, dejando a un lado algunos episodios de la vida privada y sentimental de Frank Bascombe, lo mejor nos llega en la segunda parte del libro, cuando Frank y su hijo Paul se dirigen ya hacia el monte Rushmore para ver las efigies de los cuatro presidentes talladas en piedra, y que es el último intento del protagonista por hacer algo junto a su hijo antes de que éste muera y que pueda recordar siempre.
Me gusta cómo construye a Paul: ese hombre (el hijo de Frank Bascombe tiene ya cuarenta y tantos años) que se refugia frente a su enfermedad en la cinismo, la ironía y el permanente enfrentamiento con su padre. Una especie de arma defensiva que hiere una y otra vez a Frank. Y uno acaba por compadecerse más por el viejo Frank Bascombe que por su hijo. Ahí creo que reside la esencia y el nudo de la historia, en el humanismo del protagonista, en su paciencia por hacer feliz a un hijo que sabe que nada le puede ya afectar. Una lucha contra el destino que, aquí, ya está escrito sin remedio posible.
En esta segunda parte de la novela, Richard Ford se eleva de nuevo y da otra lección admirable de buena narrativa y de diálogos muy trabajados.
«…Desde al lado de la bañera, lo pongo de pie y lo medio rodeo con la toalla rasposa; hace calor en el pequeño cuarto de baño y él no tiembla. Me permite secarle la mayor parte del cuerpo, excepto la parte sensible y lastimada, que se limpia con la mano izquierda mientras yo le sujeto contra el lavabo y él murmura: <Ajá, ajá, ajá>. Es pesado y liviano a la vez. Una vez más, su muerte puede estar lejos en el futuro, pero la muerte es nuestra compañera en este pequeño espacio, nuestros rostros el uno al lado del otro en el espejo empañado.
Le seco el pelo y debajo de los brazos, bajo por los muslos hasta los empeines, con mi cuello húmedo por la ducha. Huele a Colgate.
-¿Cómo te sientes? -le digo.
Sus rodillas han empezado a agitarse. Sus labios lechosos forman una línea de concentración.
-Como si estuviera cagando en público.
-Entiendo.
-¿Es mi polla lo bastante grande? Estoy bien dotado, ¿no?
-Lo bastante. Sí.
-Yo también sé tolerar a los tontos, ¿no?
Un estremecimiento recorre su corpachón, que se retuerce. Su mano izquierda me agarra el hombro justo donde me duele. No tengo miedo de caerme, pero él sí.
-¿Pensabas en mí al hablar de los tontos? -le digo, abrazándolo.
-No pensaba en nadie -responde-. Es mi actitud desde que tengo ELA. Me hace no ser patético.
-Me llevas mucha ventaja -digo.
-No le llevo ventaja a nadie. Eso queda claro a simple vista. Preferiría morir de otra cosa.
-Lo sé.
Lo guío a través de la puerta del baño. Se tambalea. En pelota picada, a simple vista.
-Eso sería genial, ¿no? Coger ELA y morir de tétanos.
-Eso sería genial. Sí.
Al lado de la cama se le doblan las rodillas, pero todavía puede gobernarlas.
-Probablemente, te sentirías aliviado -dice con esfuerzo.
-Sí. Piensa en el dinero que me ahorraría.
-¿Hoy es San Valentín? -Se inclina y se sienta en la cama de matrimonio.
-El Día Nacional de la Donación de Órganos -digo-. Te ha tocado el corazón.
-¿Me has comprado una tarjeta?
-Te he comprado una tarjeta.
No es verdad. Solo le compré una a Betty. Pero voy a encontrar una antes de que acabe el día. Tengo que vestirlo y ponerlo de camino a la montaña. No estoy seguro de cómo, pero de alguna manera.
-Yo te he comprado una en la parada de camiones. Es guarra de cojones. Te encantará.
-Estupendo.
Estoy rebuscando en su petate mientras él espera junto a la cama, en pelotas, los pies sobre el linóleo, la cabeza desplomada como si hubiera perdido la esperanza…»
Y, sin embargo, la novela de Richard Ford está atravesada por una luz, una luz que ilumina el final del camino para el viejo Frank Bascombe. Otro de los milagros de esta historia profunda y desgarrada, como lo es la vida misma.