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JUSTINE

«…Y para definir mejor esa triste vinculación que tanto dolor me había causado, vi que el dolor mismo es el único alimento de la memoria; porque el placer termina en sí mismo, y todo lo que me había legado era una fuente de continua salud, un desasimiento pródigo en vida. Yo era como una batería de pilas secas. Sin compromiso alguno, era libre de circular en el mundo de los hombres y las mujeres como el guardián de los verdaderos derechos del amor, que no es ni pasión ni costumbre -que sólo sirven para calificarlo-, sino la divina intromisión de un inmortal entre los mortales, Afrodita con todas sur armas. Así sitiado, me definía y me realizaba por obra de aquella cualidad que, claro está, me hería más a fondo: la abnegación. Eso era lo que Justine amaba en mí, y no mi personalidad. Las mujeres son ladronas sexuales, y ella quería robarme ese tesoro de desasimiento, la piedra preciosa escondida en la cabeza del sapo. Veía la marca de ese desprendimiento a lo largo de toda mi vida, con sus discordancias, sus casualidades, su desorden. Mi valor no residía en nada de lo que llevaba a cabo o de lo que poseía. Justine me amaba porque yo era para ella algo indestructible, un ser humano ya formado y que no podía quebrar. La obsesionaba el sentimiento de que incluso mientras estaba haciendo el amor con ella mi deseo más grande era morir. Y eso le resultaba insoportable.

¿Y Melissa? Como es natural, carecía de la intuición de Justine en lo que a mí se refería. Sólo sabía que mi fuerza la sostenía allí donde ella era más débil, en sus contactos con el mundo. Atesoraba cualquier manifestación de mis debilidades humanas: costumbres desordenadas, incapacidad en materia de dinero, y cosas por el estilo. Amaba mis debilidades porque entonces podía serme útil, mientras que Justine las dejaba completamente de lado, como algo desprovisto de todo interés. Había adivinado otro tipo de fortaleza. Sólo le interesaba lo que yo no podía ofrecerle como regalo ni ella podía robarme. Lo que se entiende por posesión no es más que eso: guerrear apasionadamente para conquistar cualidades ajenas, luchar por apoderarse de los tesoros de la personalidad del contrincante. Pero, ¿qué otro fin puede tener esa guerra que no sea la destrucción y la desesperanza?

Y sin embargo, cuán intrincadas son las razones que mueven a los hombres: Melissa había de ser quien arrancara a Nessim de su refugio en el mundo de la fantasía, para arrastrarlo a una acción que, bien lo sabía él, todos lamentaríamos amargamente, puesto que nos llevaba la vida. Sí, fue ella quien, impulsada por la violencia de su propia infelicidad, se acercó una noche a la mesa de Nessim, que frente a una copa de champaña vacía observaba el cabaret con aire pensativo, y ruborizándose, temblándole las pestañas artificiales, murmuró aquellas cinco palabras: <Su mujer le es infiel>, que desde entonces quedaron vibrando en su mente como un cuchillo recién clavado. Desde luego, hacía tiempo que recibía nutridos informes sobre ese hecho tan temido, pero las páginas que leía eran como noticias periodísticas de una catástrofe acaecida muy lejos, en un país desconocido. Ahora se enfrentaba con un testigo ocular, una víctima, un sobreviviente… La resonancia de esa breve frase estimuló su capacidad de sentir. Todos los informes escritos se alzaron bruscamente ante él, aullando.»

Estos párrafos pertenecen a Justine, de Lawrence Durrell, con traducción de Aurora Bernárdez. Edición Diario El País, 2003, Colección Clásicos del Siglo XX.     

    

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UN POCO DE SENSUALIDAD CON LAWRENCE DURRELL

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Un poco de sensualidad y buena literatura nos puede venir muy bien en estos instantes. Para ello, he elegido estos párrafos de la novela Justine, de Lawrence Durrell, primer título de su Cuarteto de Alejandría.

«(…)

-Quiero acabar con esto lo antes posible -dijo-. Creo que hemos ido demasiado lejos para retroceder.

Por mi parte, me sentía como devorado por una espantosa falta de deseos, una voluptuosa angustia del cuerpo y del espíritu que me impedían hablar y aun pensar. Me resultaba imposible imaginarme haciendo el amor con ella, porque la trama emocional que habíamos tejido alrededor de nosotros nos separaba como una barrera: una invisible tela de araña hecha de fidelidades, ideas, vacilaciones que yo no tenía el coraje de arrancar. Cuando Justine dio un paso hacia mí, le dije débilmente:

-Esta cama es horrible y huele mal. Además he estado bebiendo. Quise hacer el amor solo, pero no pude… no hacía más que pensar en ti.

Sentí que me ponía pálido mientras me dejaba caer otra vez sobre la almohada, consciente del silencio que reinaba en el pequeño departamento, solo interrumpido por un grifo que goteaba en un rincón. La bocina de un taxi sonó una vez a lo lejos, y desde el puerto, como el rugido ahogado de un minotauro, llegó la llamada breve y negra de una sirena. Ahora parecía como si estuviéramos absolutamente solos los dos.

La habitación pertenecía por completo a Melissa: el mísero tocador lleno de fotos y de cajas de polvos vacías, la graciosa cortina que palpitaba suavemente en ese atardecer sofocante, como la vela de un barco. Cuántas veces habíamos reposado el uno en brazos del otro, observando la lenta respiración de esa tela transparente y brillante… A través de todo eso, como a través de la imagen de alguien muy querido que se sostiene en la lente de aumento de una lágrima gigantesca, si avanzar el moreno y rígido cuerpo desnudo de Justine. Hubiera tenido que estar ciego para no comprender hasta qué punto había en su resolución una mezcla de tristeza. Nos quedamos largo rato mirándonos cara a cara; nuestros cuerpos se tocaban, sin comunicarse otra cosa que la lasitud animal de aquel atardecer moribundo. Mientras la sostenía livianamente en el hueco del brazo, no pude dejar de pensar en lo poco que nos pertenecen nuestros cuerpos.

(…)

Justine había cerrado los ojos, tan suaves y brillantes como si los puliera el espeso silencio que nos rodeaba. Sus dedos temblorosos se habían aquietado y descansaban en mi hombro. Nos volvimos el uno contra el otro, cerrándonos como las dos hojas de una puerta sobre el pasado, dejando a todo el mundo afuera, y sentí que sus besos, felices y espontáneos, empezaban a componer la oscuridad a nuestro alrededor…”

Los fragmentos pertenecen a la edición de Clásicos del siglo XX, publicada por el Diario El País, con traducción de Aurora Bernárdez.

Sergio Barce, marzo 2022

 

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