UN FRAGMENTO DE LA NOVELA «QUEBDANI», DE ANTONIO ABAD
«…Verás, tu madre con esa apariencia de mosquita muerta de no romper nunca un plato, tuvo también la culpa. Tenía una excesiva mansedumbre que llegaba a ser falsa cuando le mirabas la pequeña papada de su barbilla. Le pendulaba como una nalga pellejosa, llena de sordidez, con dos pliegues turbados por el cuello, y el sudor le brillaba sin esfuerzo como gotitas complacientes que ella trataba de enjugarse con un pañuelo de seda a la par que se obligaba a una frenética sonrisa. Su pelo teñido formaba parte de esa careta que escondía debajo de su cara gorda, agriada con el zumo de limón diario que antes de irse a dormir, todas las noches, se solía poner. Celestino estaba destruyéndose con la urgencia de una catástrofe premeditada y ella lo sabía. Se había erigido en una alimaña de su propia perdición y sólo podía salvarlo forzándolo a vivir en el límite de una furia ajena. Trazó planes para él. Alimentó sus instintos comprendiendo que era la única forma de calmar su dolor. Necesitaba buscarle alguna víctima con que saciar a la bestia que llevaba por dentro y la encontró en Yamina.
Una tarde lo vi entrar en su cuarto con ese aire triste y conmovedor, casi envejecido a pesar de ser todavía tan joven, su escopeta en el hombro de la que nunca se separaba, y lo que no puedo olvidar de él, lo que siento ahora cuando lo recuerdo pegar a la puerta, rebasar la penumbra que se abrió al instante y cerrarse de nuevo, de golpe, tras de sí, es la misma repugnancia y el mismo sentimiento de repulsa que por entonces noté cuando descubrí lo que tu madre quería.
Todo indicaba que cuando Aurora Benavides me dijo que buscara a Celestino, con aquella sonrisa que a continuación frunció en un silencio irresistible, era porque había comenzado a tramar contra ti para que Yamina nunca fuera tuya…»
Este fragmento pertenece a la magnífica novela de Antonio Abad «Quebdani», publicada por El Toro Celeste.
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