FRAGMENTO DE «TODO ACABA EN MARCELA», NOVELA DE SERGIO BARCE

Aquí tenéis un fragmento de mi novela Todo acaba en Marcela (Ediciones Traspiés). Unos párrafos en los que el personaje de Teo el Bizco comienza a tomar forma y a convertirse en las siguientes páginas, según he leído en varios comentarios y reseñas, en el personaje más odiado y odioso de los que pueblan las novelas negras editadas en los últimos años…

«Teo el Bizco es un hijo de puta y siempre lo ha sido. El mote le viene de su padre que sufría estrabismo. Era un buen mecánico, pero era otro hijo de puta. Teo ha heredado el garaje, su mala leche y el mote, aunque apenas tiene el ojo izquierdo levemente desviado. Teo el Bizco no es bizco, pero bizquea cuando pierde los nervios. Repara motores desde los doce años y cree que su piel huele a carburante. Vive obsesionado con eso, y también con Marcela, con la que salió durante siete meses, y de eso hace ya unos cuatro años. Pero no ha dejado de pensar en ella y la llama cuando se emborracha, cuando le invade la melancolía. Aunque es una melancolía muy peculiar.

   Esa mañana estaba concentrado en un Dacia Sandero. Era un mal día, de esos en los que no daba pie con bola. Se le había complicado el reductor de presión. Había hecho esto miles de veces, pero nada salía como debiera, y a eso se añadía el calor. El garaje era una sauna, un infierno. Se había hecho un implante de pelo hacía apenas un mes y medio y el sudor provocaba que le picara la cabeza y que se rascara una y otra vez. Cerca de él andaba Kaspárov, su ayudante, que ni es ruso ni se llama Kaspárov, pero es un loco del ajedrez, aunque eso no significa que sea un buen jugador. Teo se pasó el dorso de la mano por la frente y luego se rascó la cabeza pidiéndole que le acercara una llave. Kaspárov se la trajo obediente. Caminaba arrastrando los pies, igual que un anciano, aunque acababa de cumplir solo diecinueve. Siempre ha tenido poco espíritu deportivo, pero cumplía y cobraba lo que decidía su jefe, cada mes una cifra distinta que le pagaba cuando le salía de los cojones. Eso lo decía Teo en el bar Tano, a voces. ¡Le pago cuando me sale de los cojones! Kaspárov lo observaba manipular el Dacia, admirado de su habilidad. Lo conoce desde que era niño, cuando venía con su abuelo, y ha aprendido de Teo todo lo que sabe, lo suficiente como para acabar trabajando con él desde hacía un año y pico. Tal y como anda el mundo, a Kaspárov le parecía que tenía mucha suerte. Ahora le miraba el implante capilar, que no era ninguna obra maestra, con esos pelos añadidos que parecían de jabalí o de algún otro animal, porque eso no podía tratarse de cabello humano. Teo le pidió otra llave más pequeña, y se la trajo, obediente, arrastrando los pies como un viejo. Cuando se la entregó, hizo un movimiento con el torso, como si tratara de fijar la distancia, y se lo soltó de golpe. La Tani dice que Marcela se casa.

   Teo se quedó con los ojos clavados en el reductor, pero solo veía delante la cara de Marcela. La Tani dice que la Marcela se casa. Era una frase que se le enredaba al pecho, una frase que funcionaba como una bomba de racimo que le iba desgarrando miembro a miembro. Casi cuatro años sin Marcela, una intensa relación que lo había marcado para el resto de su existencia. Luego parpadeó unos segundos y apretó la pieza, tanto que la partió por la mitad. Sudando como un pollo asado, picándole la cabeza. Se cagó en todo a voces. Lanzó la llave contra la pared, y Kaspárov se apartó prudente.

   Se marchó y dio varias vueltas con la Kangoo. Se metió por calles por las que hacía tiempo no transitaba hasta detenerse cerca del bar Tano, en el Jardín de la Abadía. Bajó dejando la furgoneta en doble fila, echando espuma por la boca, sudando, hasta la polla del calor y del verano, y hasta la polla del picor que causaba el implante de cabello. Pidió un tinto y luego otro, y otro. Quería dejar de pensar en Marcela, pero la noticia que le acababa de dar Kaspárov lo consumía. Tenía ganas de romperle la jeta a alguien, de romperle la crisma a Marcela y a ese pedazo de mierda con el que se iba a casar. Pidió otro Ribera y el camarero se lo sirvió, y se quedó ahí junto a la botella como esperando a servirle el siguiente. ¿Qué miras?, lo increpó Teo con malas artes. Tranquilo, le dijo el hombre apartando la vista a un lado. Salió del bar Tano con la mirada clavada en el suelo.

   Llevo diez minutos tocando el claxon, protestaba un hombre mayor al ver que Teo abría la puerta de la Kangoo. El hombre no podía salir porque la furgoneta bloqueaba su coche. Teo el Bizco no le respondió, simplemente dio dos zancadas y de una patada le hundió la puerta delantera a su vehículo, como si fuera mantequilla, y sin abrir la boca se metió en la furgoneta y se marchó. El hombre mayor se quedó como congelado, con cara de estúpido, tan estupefacto que solo era capaz de mirar la puerta abollada de su coche, un 600 que había cuidado durante cincuenta años como si fuese una joya. 

   Durante horas, Teo recorrió la ciudad hasta detenerse a la puerta de otro bar, por la zona de El Palo, repitiendo la misma escena con otro camarero, dejando su mala baba, incomodando a los parroquianos con su aspecto de troglodita, sudando como un cerdo. Y luego a una cervecería. Hasta que alguien le dijo que se fuese a la mierda, que no jodiera a sus clientes, que iban a llamar a la policía local. Y siguió dando vueltas sin destino alguno, quemando gasoil, bebido y fuera de sus casillas, sujetando el volante con una mano, con la otra manipulando el móvil. Llamó, y enseguida oyó la voz de Marcela. No la veía desde hacía mucho, pero la acosaba cada vez que se acordaba de aquellos meses en los que estuvieron juntos o cuando a solas en su dormitorio se empalmaba sin motivo. Tengo que verte, le dijo. Había impostado la voz para ocultar que el corazón le latía a cien, para disfrazar los insultos que le llenaban la boca. Estaba borracho, pero es un perro viejo que sabe controlarse cuando le interesa, modulando las frases para que no se le trabe la lengua. ¿Para qué?, preguntó Marcela. Tengo un problema y necesito que me aconsejes. Ella tardó en reaccionar. Estaba decidiendo qué ponerse para marcharse a cenar con Iván. ¿Qué clase de problema? No se fiaba de Teo, pero había contestado a su llamada. Bastaba con que viera su número en la pantalla del móvil para que respondiese enseguida. Teo carraspeando. Creo que mi madre empieza a perder la memoria y no sé si ingresarla en algún centro, dijo improvisando sobre la marcha, un buen cebo para una enfermera como ella, que trabaja en la planta de Geriatría del Civil. Tengo mucho que hacer y además hoy ceno fuera, respondió temblando de miedo. Y colgó de golpe. Teo dio un puñetazo al volante. ¡Me cago en dios!

   A Marcela se le atragantaban los planes, lo conocía tanto que supuso que volvería a llamarla. Eso no se lo había contado nunca a Iván, que si le colgaba a Teo llamaba y llamaba hasta que debía de contestar de nuevo para evitar su cólera. Ella tenía grabada su mala hostia desde la última tarde que se vieron, pero para qué iba a decírselo, solo habría servido para que hiciese una locura, para que se les jodiese el futuro. Entonces se dio cuenta de que había una llamada perdida de Iván. Miró la hora. ¿Vienes ya de camino?, le preguntó él. Vamos a dejar la cena, le respondió, y continuaron hablando sin que ella pudiera ordenar sus ideas. Iván acabó por enfadarse. Y Teo volviendo a llamar en cuanto él colgó, tal y como Marcela ya presagiaba, y ella otra vez respondiendo como si no pudiera evitarlo. Tienes que ayudarme, le rogaba con voz lastimera. Fingía como un actor del método. Si vienes enseguida lo hablamos y te marchas, cedió Marcela mordiéndose los labios, arrepintiéndose. Perfecto. ¿Dónde vives ahora?, le preguntó. Fue el instante en el que se sintió morir, el momento en el que hubiera preferido evaporarse, pero le facilitó las señas. Nos vemos en un rato, le dijo Teo apagando el móvil sin darle tiempo a poder cambiar de opinión. Diez minutos después ya estaba en el portal de la casa de Armengual de la Mota…»

 

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