«EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS», UNA NOVELA DE LEONARDO PADURA

 

El escritor cubano Leonardo Padura nos propone, en su novela El hombre que amaba a los perros, reconstruir el asesinato de Liev Davídovich, es decir, León Trotski, en un interesante juego narrativo. Para ello, entrelaza las vidas de Liev Davídovich y la de su ejecutor, el español Ramón Mercader, en historias paralelas hasta que al fin ambas se unen en un destino macabro e insalvable; y entre medias, la propia del narrador que nos habla desde una Cuba decadente y desilusionada que no es sino el reflejo de lo que nos relata sobre los dos protagonistas y la caída del sueño revolucionario, como si todo se repitiera de manera cíclica.

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Esta novela nos desvela quién fue Ramón Mercader, y contemplamos su recorrido vital no sin cierto desconcierto, porque, a fin de cuentas, a lo que asistimos es al retrato de un hombre que, aferrado a sus convicciones políticas, fue incapaz de ver la realidad del sistema estalinista que lo utilizó desde el comienzo como un simple peón que necesitaban para deshacerse de alguien muy molesto para el régimen ruso. Y esas convicciones arrancan de su juventud, de la guerra civil española, de su creencia irrenunciable de estar actuando de la manera correcta.

   “…En el lujoso Hispano-Suiza en que se desplazaba, África lo había llevado a recorrer los arrabales y los pueblos cercanos a Barcelona para que Ramón viera el caos al que trotskistas y anarquistas estaban llevando el país. Fuera de las Ramblas y los centros neurálgicos de la ciudad, se había instalado una lamentable desolación, con calles interrumpidas por absurdas barricadas, fábricas paralizadas, edificios saqueados hasta los cimientos, iglesias y conventos convertidos en ruinas carbonizadas. África le contaba de los fusilamientos ejecutados por los anarquistas y de cómo crecía entre los obreros el temor a expresar sus opiniones. La clase media y muchos propietarios de industrias habían sido despojados de sus bienes, y el proyecto de crear una industria militar navegaba por un mar de voluntarismos sindicalistas. La escasez de productos se había adueñado de tiendas y mercados. La gente tenía entusiasmo, era cierto, pero también hambre, y en muchos lugares el pan solo podía ser adquirido tras largas colas y únicamente si se tenían los cupones distribuidos por anarquistas y sindicalistas, convertidos en dueños de una ciudad en la que el gobierno central y el local apenas eran referencias lejanas. Aunque los anarquistas aseguraban que haber entrado en una era de igualdad bastaba para mantener el apoyo de unas masas esclavizadas por siglos, África se preguntaba hasta cuándo duraría el entusiasmo, la fe en la victoria.

-Esta República es un burdel y hay que meterla en cintura.

Ahora, en un lapso de pocos meses, cuando volvía del olor a sangre y de los rugidos de un frente donde caían diariamente jóvenes como su hermano Pablo o su amigo Jaume, Ramón se encontraba una ciudad cansada, más aún, desencantada, asediada por las escaseces y ansiosa de regresar a una normalidad quebrada por la guerra y los sueños revolucionarios. Era como si la gente solo aspirara a llevar una vida común y corriente, a veces incluso al precio infame de la rendición. Pocos días antes, el devastador ataque de los franquistas sobre Málaga, donde la infantería y la marina rebeldes, con el apoyo de la aviación y las tropas italianas, habían masacrado a los que escapaban de la ciudad, había hecho mella en la fe de la gente…”

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RAMÓN MERCADER tras su arresto

La novela es además un fresco histórico gigantesco de los años que transcurren desde la guerra civil española hasta la muerte de Ramón Mercader: pasamos por la guerra mundial, por el exilio itinerante de León Trotski, por la preparación del atentado, por las vidas privadas y singulares de los personajes que vivieron en primera persona esos acontecimientos, y somos testigos de cómo Ramón Mercader fue aleccionado e instruido para alcanzar su objetivo, y de cómo Trotski, en paralelo, seguía luchando por sus ideales, ya a años luz de distancia de las de su enemigo mortal Josef Stalin. Demoledora la visión de Leonardo Padura del sistema comunista soviético, de su deformación y de su transformación en el monstruo que llegó a ser, capaz de acabar con sus propios compatriotas y con sus propios seguidores; y melancólica y desilusionada su recreación de la Cuba en la que el narrador vive mientras va reconstruyendo esta historia que acaba por escribir.

Una novela que es además sumamente detallista, que entra en los vericuetos más íntimos de la vida de Ramón Mercader y en la de los hombres y los nombres tras los que se disfrazó para llegar hasta su objetivo. Fascinante su Jacques Mornard y su manera de moverse en el submundo de las intrigas, del espionaje, de la traición y de la muerte. Impresionante también el personaje de Caridad, la madre de Ramón. Y efectivo y sugerente la recreación que Padura hace de Trotski, de su estado de ánimo en cada etapa de su largo exilio, de sus reacciones ante los acontecimientos terribles que suceden en la Unión Soviética y, por supuesto, de su estancia en la Casa Azul de Diego Rivera y Frida Khalo.

“Una noche de finales de marzo, terminada la cena, Natalia, Jean van Heijenoort y Liev Davídovich, junto a los moradores de la Casa Azul, prolongaron una de las amables veladas en las que, con frecuencia, se le exigía al exiliado que narrara los más disímiles recuerdos de su existencia. Como se sentía animado, se lanzó a relatar la historia de su relación con el mariscal Tujachevsky, el joven y elegante oficial que, en los días de la guerra civil, gracias a su capacidad como estratega, había sido bautizado como <el Bonaparte ruso>. Natalia, que conocía aquellos episodios y entendía poco y mal el inglés que utilizaban como lengua franca, fue la primera en retirarse, y de inmediato la siguió Rivera, quien ya almacenaba en su sangre una cantidad impresionante de whisky. Frida, vencida por el sueño, fue la siguiente, y entonces Von Heijenoort se esfumó, discretamente.

La sonrisa de Cristina, el vino ingerido y las ansias acumuladas por varias semanas de cercanía provocaron la previsible explosión. Más de una vez, en cenas y paseos, Liev Davídovich había deslizado una mano hacia las piernas o los brazos de Cristina, solo como un juego cariñoso, y ella, coqueta y delicadamente, siempre con una sonrisa, había impedido cualquier avance, aunque sin disuadirle del todo, sugiriendo quizás que escarceos y sonrisas eran parte de un rito de acercamiento al que por fin el hombre se lanzó esa noche. Entonces, para su sorpresa, ella lo detuvo y le pidió que no confundiera admiración y afecto con otros sentimientos. Sin entender la reacción de una mujer que hasta ese momento parecía aceptar sus insinuaciones, Liev Davídovich se quedó mudo, con los deseos congelados.

Molesto por el fracaso, avergonzado por haber cedido a un impulso que ponía en peligro su relación con los dueños de la casa y, peor aún, la solidez de su matrimonio, el hombre se llamó a la cordura para desterrar el alarido hormonal que lo había superado. Se impuso pensar si sus intenciones con la joven no habían sido más que una embriaguez pasajera provocada por el magnetismo de una piel tersa: una manifestación absurda de la fiebre de la cincuentena, se dijo.

Cuando Frida se enteró de lo ocurrido, ella misma asumió el papel de confidente y le ofreció el magro consuelo de ponerlo al día de los desmanes sexuales de su hermana, tan aficionada a aquellos juegos de calentamiento de varones e, incluso, al más sórdido engaño: Cristina había sobrepasado todos los límites cuando se metió en la cama con el mismísimo Diego, algo que Frida se había tragado, aunque nunca les perdonaría ni a su marido ni a su hermana. La ternura y la comprensión de la pintora, salpicadas de coquetería, llevaron a Liev Davídovich a preguntarse si no habría calibrado mal sus posibilidades, y empezó a redirigir sus intenciones, que pronto adquirieron una vehemencia avasalladora, capaz de alterar sus horas de vigilia y de sueño con la imagen de la mujer que le había confiado tan íntimas revelaciones…”

Cuando llegamos al instante crucial del asesinato de Liev Davídovich, hemos compartido su vida, sus creencias, sus derrotas y sus pírricas victorias, y con él la de Ramón Mercader, como dos espejos que se reflejasen y se repeliesen; pero sobre todo hemos transitado durante años en un largo viaje cuyo destino solo es la muerte y la destrucción.

Leonardo Padura ha sabido aunar Historia en mayúscula con la historia más cercana a la realidad, y como si de una novela de intriga y suspense se tratara, incluso consigue que dudemos en algún instante si el hecho luctuoso se producirá al final o no, como si Ramón Mercader hubiese podido cambiar de idea en esta novela o como si alguien o algo hubiera podido evitar lo que ya está escrito por la Historia.  

“…Solo si se producía una milagrosa conjunción de casualidades lograría salir de la casa tras asestar el golpe, y tuvo la certidumbre de que, si se atrevía a darlo, algo ocurriría y se le troncharía aquella ínfima opción. La próxima vez que entrara en la fortaleza, tal vez conseguiría sobreponerse y matar al hombre más perseguido del mundo, el anciano cuya respiración podía escuchar, a dos pasos de él; cuyo cráneo seguía invitándolo. Sin embargo, ahora estaba completamente seguro de que él no lograría escapar. En realidad, ¿estuvo alguna vez prevista la fuga? Se convenció de que sus jefes sin duda preferirían que lograse salir de la casa, pero que lo consiguiera o no, eso carecía de importancia, y Ramón comprendió que lo habían destinado a cometer un crimen que, a la vez, sería un acto suicida. Más aún: su mentor había diseñado aquel montaje con tal maestría que, en el desenlace, el propio condenado se encargaría de fijar la fecha de su muerte y, para alcanzar la máxima perfección, también la de su victimario. Y comprendió que su inmovilidad respondía a aquella macabra coyuntura, capaz de dominar su cuerpo y su voluntad…”

Un libro, en fin, que se lee con sumo placer porque una vez sumergido en sus páginas es muy difícil no seguir entre ellas y empaparse de su ágil y excelente prosa.

El hombre que amaba a los perros ha sido publicado por Tusquets.

Sergio Barce, diciembre 2020

 

LEONARDO PADURA
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