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«ESPERANDO A LOS BÁRBAROS» (Waiting for the barbarians, 1980) de J.M.COETZEE

John Maxwell Coetzee es uno de mis autores favoritos, y “Esperando a los bárbaros” (Waiting for the barbarians,1980) probablemente una de sus mejores novelas.

 “El sueño ya no es un baño curativo, la recuperación de las fuerzas vitales, sino la nada, un encuentro nocturno con la destrucción. Creo que habitar esta vivienda se ha vuelto en mi contra; y no solo eso. Si viviera en el palacete del magistrado, en la calle más tranquila del pueblo, celebrando audiencias los lunes y los jueves, cazando todas las mañanas, llenando las veladas con los clásicos, cerrando los oídos a las actividades de este policía advenedizo, si me decidiera a sobrellevar las épocas malas, guardándome las opiniones para mí mismo, quizá dejara de sentirme como un hombre que, arrastrado por la corriente, deja de luchar, deja de nadar y vuelve la mirada hacia el mar abierto y la muerte. Pero es el reconocimiento de lo aleatorio de mi malestar, de su dependencia de un niño que un día gimotea bajo mi ventana y al otro está muerto, lo que despierta en mí la vergüenza más profunda, la indiferencia más grande ante la destrucción. En cierto modo, sé demasiado; y una vez que uno se ve infectado de este saber no parece haber recuperación posible. Nunca debí haber cogido el farol para ver lo que estaba pasando en la barraca junto al granero. Por otro lado, no me era posible dejar el farol después de haberlo cogido. El nudo se enreda en sí mismo; no puedo deshacerlo.”

J.M.COETZEE

Esta obra, que funciona como una gran metáfora, está situada en ninguna parte y es intemporal, pero, a la vez, es el reflejo del país natal de Coetzee, de Sudáfrica, y del mundo creado por el “apartheid” y la supremacía blanca; pero también puede ser cualquier otro país, porque su historia ha ocurrido, ocurre aún y seguirá ocurriendo, desgraciadamente, en muchos lugares del planeta.

Cuenta la historia de un magistrado, mayor y cansado, destinado en un pueblo fronterizo del Imperio que, sobrecogido por los acontecimientos, comprueba cómo ese pequeño mundo, en el que los habitantes del pueblo y los bárbaros (es decir, los nativos originarios de la zona) llevan conviviendo pacíficamente durante años, se derrumba incomprensiblemente. El Imperio, el poder, el Estado, comienza a actuar acusando a los bárbaros de querer atacarles, de querer quebrantar las fronteras del Imperio, algo que el protagonista de la novela, el magistrado, sabe perfectamente que es falso. Movido por los sentimientos que ha despertado en él una de las bárbaras prisioneras, a la que llevará hasta reencontrarse con su pueblo, el magistrado, a ojos de los militares, se convertirá de pronto en un enemigo, en un colaborador de los “rebeldes salvajes”, en un traidor a la patria. Los acontecimientos, sin embargo, darán la razón al magistrado, que representa la cordura, la sensatez, la razón, frente a los militares enviados por el Imperio, reflejo de la intolerancia, la intransigencia, la xenofobia y los oscuros intereses políticos y económicos que manejan este desquiciado mundo.

Y dentro de toda esta siniestra historia, hay lugar para el amor, para las relaciones casi furtivas del magistrado con las mujeres del pueblo y con una de las bárbaras, y utilizando la primera persona, este personaje no sólo nos cuenta lo que ocurre en el pueblo y el desastre que se vecina por la irracionalidad de los militares enviados hasta allí por el Imperio, sino que nos relatará igualmente sus frustraciones y sus deseos, y el melancólico sentimiento de que los años comienzan a vencerle; un sentimiento que tizna cuanto hace y que nos descubre a un hombre, siempre a punto de derrumbarse, pero que sabrá enfrentarse a lo que más detesta.

 “Y no solo eso; hubo momentos perturbadores en los que, en medio del acto sexual, notaba que me extraviaba como un narrador que pierde el hilo de su historia. Con un estremecimiento pensaba en las figuras grotescas de esos hombres viejos y obesos cuyos corazones gastados dejan de latir, muriendo en los brazos de sus amantes con una disculpa en los labios, y a los que hay que sacar y abandonar en un oscuro callejón para salvar la reputación del establecimiento. Incluso el clímax del acto se volvió remoto, débil, algo extraño. Algunas veces lo interrumpía, otras continuaba mecánicamente hasta el final. Durante semanas y meses mantuve el celibato. La calidez y la belleza de los cuerpos femeninos seguían sugiriéndome el antiguo placer, pero algo nuevo me desconcertaba. ¿Era penetrar y poseer a esas bellas criaturas lo que realmente quería? El deseo parecía acarrear consigo una sensación mágica de distancia y separación que era inútil negar. Tampoco comprendía siempre por qué una parte de mi cuerpo, con sus anhelos irracionales y falsas promesas, tenía que ocupar un lugar preferente sobre las otras para canalizar mi deseo. A veces mi sexo me parecía un ser completamente diferente, un animal estúpido viviendo en mí como un parásito, creciendo y menguando según apetitos propios, anclado en mi carne con garfios que no podía retirar. <¿Por qué tengo que llevarte de una mujer a otra? –me preguntaba-. ¿Solo porque naciste sin piernas? ¿Acaso no te daría lo mismo estar enraizado en un gato o un perro en vez de en mí?>”.

Es fácil identificar esta historia con lo acaecido en América entre los conquistadores europeos y los nativos, lo que pasó en el viejo Oeste entre los colonos y los indios, e igual que en la vieja Rusia y los territorios ocupados, los países colonialistas y los países colonizados o con USA y los vietnamitas. Coetzee, es cierto, nos habla de Sudáfrica, de esa decisión tomada por el poder para aplastar sin reservas a los antiguos habitantes del país, los auténticos dueños del país. Pero ya digo que es trasladable a tantos momentos de la Historia que por esa razón impresiona aún más la crudeza de lo narrado, una verdad aplastante: los intereses del poder manipulan a sus ciudadanos para crear una falsa sensación de peligro con la que excusar la actuación militar y la ocupación de territorios en los que se presuma algún potencial económico, y da igual el precio a pagar en vidas humanas.

 

“Así que el grupo se pone en marcha, y dos días después regresa con los cadáveres encorvados y duros como el hielo en una carreta. Sigo encontrando raro que los hombres deserten a cientos de kilómetros de sus casas y a un día de marcha de la comida y el calor, pero no pienso más en ello. De pie ante la fosa del cementerio cubierto de hielo, mientras se rezan las últimas oraciones y los compañeros más afortunados de los difuntos asisten con la cabeza descubierta, me repito a mí mismo que al insistir en un final apropiado para sus huesos estoy tratando de mostrar a estos jóvenes que la muerte no es aniquilación, que sobrevivimos en el recuerdo de los que conocimos. Pero, ¿he organizado esta ceremonia realmente solo para ellos? ¿Acaso  no estoy confortándome también a mí mismo? Me ofrezco a asumir la penosa tarea de escribir a los padres para informarles de sus respectivas desgracias.

-A un hombre mayor le resulta más fácil –digo.”

El magistrado, un personaje maravillosamente construido, abre los ojos del lector a ese mundo, a la realidad de la política mezquina y del inmoral racismo. La aventura que ese hombre vive ya en los años de su vejez, enfrentándose a la testaruda actitud de los militares por exterminar a los bárbaros, le convierte en un ser digno e íntegro, pero, sin embargo, J.M.Coetzee es tan hábil con su pluma que sabe no sólo obligarnos a posicionarnos sino a dejarnos un sabor amargo en la boca, porque esta extraordinaria historia demuestra que el mundo funciona como funciona, a golpe de intereses, de mentiras y de manipulaciones, de poder y de fuerza, y que los más débiles, los bárbaros, los pueblos originarios de tantos lugares, nada pueden contra esa fuerza imparable que lo arrolla todo. Y, además, la tortura, el infligir la mayor humillación posible, algo que Coetzee no ceja en denunciar no sólo en esta novela, preguntándose, igual que su protagonista, cómo es posible que el ser humano trate de esa manera a un semejante sin que eso le haga perder su condición de hombre, de persona con deseos y apetencias, con sueños y con una vida rutinaria. Algo que le resulta absolutamente incomprensible.

 “Luego empieza la paliza. Los soldados utilizan las gruesas varas de caña verde, abatiéndolas con el mismo sonido opaco de paletas de lavar, hasta levantar ronchas rojas en la espalda y las nalgas de los prisioneros. Despacio y con cuidado, los prisioneros estiran las piernas hasta quedar tendidos sobre el vientre, todos excepto el que se quejaba y que ahora se estremece con cada golpe.

El carbón negro y el polvo ocre empiezan a correr con el sudor y la sangre. Por lo que veo, el juego consiste en golpearles hasta dejarles la espalda completamente limpia.

(…)

Los soldados que les propinan la paliza se cansan. Uno jadea con las manos en las caderas al tiempo que sonríe y hace gestos y ademanes a la multitud. El coronel les da una orden: los cuatro interrumpen su tarea y avanzan ofreciendo sus varas a los espectadores.

Una joven, con una risilla tonta y tapándose la cara, se adelanta empujada por sus amigos.

-¡Venga, no tengas miedo! –la animan. Un soldado le pone una vara en la mano y la conduce hasta el círculo. Está desconcertada, turbada, todavía se tapa la cara con una mano. Le profieren gritos, bromas, consejos obscenos. Ella levanta la vara y la abate de repente sobre las nalgas del prisionero, la suelta y corre hacia lugar seguro entre un fragor de aplausos.

Todos se pelean por la varas, los soldados apenas pueden mantener el orden, pierdo de vista a los prisioneros que están en el suelo a medida que la multitud se atropella para coger su turno o tan solo para presenciar la paliza desde más cerca…”

 “Esperando a los bárbaros” es una novela maravillosa, que no se puede dejar de leer una vez comenzada, una obra dura, sin concesiones, muy humana, pero también muy desalentadora.

 “En todos nosotros, en lo más recóndito, parece haber algo granítico e incorregible. Nadie cree realmente, pese a la histeria de las calles, que estén a punto de destruir el mundo de tranquilas certezas en que hemos nacido.”

  Sergio Barce, agosto 2011

 

J.M.COETZEE recibiendo el Nobel de Literatura

John Maxwell Coetzee, escritor sudafricano (pero nacionalizado australiano), en sus novelas retrata a su país de origen sin sentimentalismo alguno, y ello le sirve para denunciar el appartheid y el racismo y sus nefastas consecuencias. Otras novelas suyas son Tierras de poniente (Dusklands) 1974, Vida y época de Michael K (The life and times of Michael K) 1983, La edad de hierro (Age of iron) 1990 y Elizabeth Costello, 2003. J.M.Coetzee es Premio Nobel de Literatura 2003.   

 Los párrafos transcritos pertenecen a la edición de la novela publicada por Mondadori en 2004, primera edición, con traducción de Concha Manella y Luis Martínez Victorio.

 

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«INFANCIA» (Boyhood. Scenes from provincial life I, 1997) de J.M.COETZEE

     Sencilla, esta novela de J.M.Coetzee es un relato sosegado de su propia niñez, aunque, como en todas sus obras, cruza un aire triste, apesadumbrado y decepcionante de Sudáfrica, su país. Los afrikaners como una suerte de permanente amenaza, los nativos como seres fantasmales y desconocidos, la furiosa, callada y dura rivalidad entre católicos y protestantes. Lo más interesante, quizá, de esta novela, que juega a ser también algo de memorias de la infancia, sea la actitud que demuestra en todo momento el protagonista, impostando su catolicidad, impostando su forma de enfrentarse a la vida, siempre al límite de la mentira y del engaño, buscando seguramente la armadura de una personalidad que no es la suya y que le sirva para defenderse de la realidad, que no le gusta. Se siente diferente, pero anhela la normalidad; sin embargo, intuyo que Coetzee, el  niño que fue y que protagoniza el relato, no deseaba ser tan normal y, de alguna manera, construir ese mundo en el que se aislaba le resultaba fascinante.

    “El mayor secreto de su vida en el colegio, el secreto que no le cuenta a nadie en casa, es que se ha convertido al catolicismo, que a efectos prácticos <es> católico.

Le es difícil plantear el tema en casa porque su familia <no es> nada. Naturalmente son sudafricanos, pero incluso ser sudafricano es un poco vergonzoso y por tanto no se habla de ello, puesto que no todo el que vive en Sudáfrica es sudafricano, o al menos no un sudafricano decente.”

    Es así, se avergüenza de su condición, por eso su impostura permanente, y se avergüenza se sus progenitores, en especial de su padre, al que odia y desprecia de una manera permanente y tozuda.

 “A su padre le gusta el Partido Unido, a su padre le gusta el críquet y el rugby, y aun así, a él no le gusta su padre. No entiende esta contradicción, pero tampoco tiene interés en comprenderla. Incluso antes de conocer a su padre, es decir, antes de que su padre volviera de la guerra, había decidido que no iba a gustarle. En cierto sentido, por tanto, se trata de una aversión abstracta: no quiere tener padre, o a menos no quiere un padre que viva en la misma casa que él.

Lo que más odia de su padre son sus hábitos personales. Los odia tanto que el mero hecho de pensar en ellos le hace estremecerse de asco: lo fuerte que se suena la nariz en el baño por las mañanas, el olor acre a jabón de afeitar que deja en el lavabo, junto con un cerco de espuma y pelos. Sobre todo odia cómo huele su padre…”

J.M. COETZEE

El único personaje que realmente fascina al niño es Agnes. Ahí sí se abren sus expectativas, algunos sueños. Se nota una especial querencia, un algo de atracción que, sin embargo, se resiste a aceptar.

     “Estar con ella es distinto a estar con los amigos del colegio. Tiene algo que ver son su dulzura, con su disposición para escuchar, pero también con sus delgadas piernas bronceadas, sus pies desnudos, su manera de saltar de piedra en piedra. Él es muy listo, el primero de su clase; ella también tiene fama de lista; vagan por los alrededores hablando de cosas por las que los mayores menearían la cabeza…

(…) ¿Por qué le es tan fácil hablar con Agnes? ¿Porque es una chica? A cualquier cosa que venga de él, ella parece responder sin reservas, con dulzura y presteza. Ella es prima hermana suya, por lo tanto no pueden enamorarse ni casarse. De alguna forma, eso es un alivio: es libre de ser amigo de ella, de abrirle el corazón. Pero, ¿y si a pesar de todo está enamorado de ella? ¿Es esto el amor, esta generosidad natural, este sentimiento de ser comprendido por fin, de no tener que fingir?”

 Como toda la obra de Coetzee, esta novela destila tristeza, desengaño, pesadumbre, pero tiene una calidad abrumadora. Leer “Infancia” es transitar por una niñez extraña, lejana, llena de contradicciones y de sinsabores, es descubrir la vida de un niño que sólo sabía transformarse para eludir su mundo y evitar los problemas. Su madre es casi una presencia permanente, a la que en el fondo desdeña, y su padre, por el contrario, es el personaje que centra su ira, su desprecio y su angustia existencial. Nada tan desolador como el siguiente párrafo para resumir los sentimientos del protagonista:

 “Una mañana hay un silencio extraño. Su madre está fuera, pero algo en el aire, un olor, un ambiente, una pesadez, le dice que <ese hombre> está todavía aquí. Seguramente ya está despierto. ¿Será posible que, maravillas de las maravillas, se haya suicidado?”

 Sergio Barce, abril 2011

 Los párrafos transcritos pertenecen a la edición de la novela publicada por Mondadori en 2010, primera edición, con traducción de Juan Bonilla.

 John Maxwell Coetzee, escritor sudafricano (pero nacionalizado australiano), en sus novelas retrata a su país de origen sin sentimentalismo alguno, y ello le sirve para denunciar el appartheid y el racismo y sus nefastas consecuencias. Otras novelas suyas son Tierras de poniente (Dusklands) 1974, Vida y época de Michael K (The life and times of Michael K) 1983, La edad de hierro (Age of iron) 1990 y Elizabeth Costello, 2003. J.M.Coetzee es Premio Nobel de Literatura 2003.

 

 

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