
Rafa Sastre con algunos otros miembros de la Generación BiblioCafé
Otro autor perteneciente a la Generación BiblioCafé: Rafa Sastre.
Rafa Sastre firma sus relatos como Rafa Sastre, pero su verdadero nombre es Rafael Sastre Carpena. Este dato, en apariencia baladí, es sintomático: ya desde el nombre que adopta como escritor tiende al relato corto y al microrrelato. Digamos que es toda una declaración de intenciones.
Rafael Sastre Carpena nació en Valencia y es economista. Su sosia Rafa Sastre (cualquier fotografía del autor, curiosamente, puede ser utilizada por uno y por otro sin crear el caos ni la confusión) nació en la misma ciudad y en la misma fecha, y es escritor de microrrelatos y de cuentos. Su blog personal es sugerente y atractivo, por lo que invito a que entréis en él:
Ha ganado varios premios literarios, como el Concurso el relato del mes, en dos ocasiones, y del I Concurso de Relatos Breve Negro Criminal y Policíaco Fiat Luxe, y ha recibido la mención especial en el Concurso Internacional de Relatos A Farixa este mismo año. Quedando finalista en otros tantos premios (ACEN, Avilabierta, Universidad Popular de Talarrubias, Relatos para el andén, Concurso Microrrelatos Micro Rock…).

RAFA SASTRE recibiendo el mejor de los premios
Con Rafa Sastre comparto páginas en dos de los libros editados por la Generación BiblioCafé: Animales en su tinta (2013) y Último encuentro en BiblioCafé (2014).
En el primero de ellos, participó con su cuento El dulce y suave perfume, una historia que toma como narrador a un personaje original por inesperado, y en el que se adivina el pulso de un escritor con pericia y buen oficio. Me parece sencillamente un relato elegante y redondo.
Igual ocurre con su cuento para el segundo de los libros mencionados, titulado El filósofo del espray, donde su ironía, presente de una manera quizá más sutil en el texto antes mencionado, se trasmuta en este otro y va inflamándose poco a poco a la par que las desgraciadas peripecias de su protagonista. Aquí también se entrevé el buen narrador que Rafa Sastre es, y consigue su objetivo que no es otro que el de hacernos identificarnos con su personaje hasta el punto de desear hacer lo que él hace.
Lo que une a estos dos textos es, como decía, la ironía, que Rafa Sastre sabe dosificar en su justa medida, y en ambos cuentos logra que el lector acabe con una sonrisa mal disimulada. Juega con astucia sus bazas, siembra de falsas pistas el terreno por el que el lector deambula y, finalmente, saca un conejo de la chistera. En ese sentido, es un excelente armador de estructuras.
Rafa Sastre ha colaborado con sus relatos en Valencia escribe, Falsaria, Periódico La Verdad, de Sahuayo de Morelos, Mexico, Letralia, de Venezuela, La Esfera Cultural, El Relato del Mes o en Ciencia, Filosofía y algo más, de Valencia (Venezuela).
Y sus escritos aparecen en varios libros de relatos colectivos, como en Bocados Sabrosos II (2012) y Bocados Sabrosos III (2013 – Editorial ACEN), Érase una vez un microcuento (2013 – Ed. Diversidad Literaria), Antología de realismo sucio. Homenaje a Bukowski (2013, Edit.Artgerust) o en Certamen de Microcuentos Fantastic’s, La Parca de Venus y otros cuentos (2014, Edit. Creamos talentos literarios).
Para este blog, me envía su relato Guarden el secreto. De nuevo, el humor se asoma a sus líneas. Entre la realidad y la fantasía, una mujer toma una decisión casi desesperada que la lleva a ocupar habitaciones vacías en un hotel, y allí, como por embrujo, quizá por suerte o tal vez como fruto de su fantasía, eso no lo sabremos, va a vivir otras vidas mejores que las que le ofrece su rutina diaria, una especie de fuga al vacío de los sueños imposibles.
Jugando la baza de la ironía que este tipo de historia puede necesitar, Rafa Sastre la utiliza con habilidad y la lleva una vez más a su terreno, a ese en el que juega como un malabarista para sacar de su chistera otro conejo con el que sorprendernos y dejarnos, como hace en sus otros cuentos, con una disimulada asomando a los labios.
Sergio Barce, septiembre 2014
GUARDEN EL SECRETO
En el hotel nadie lo sabe, por lo menos eso creo. Porque si se enteran los jefes, me cae una gorda, muy gorda, gordísima. Y después me ponen de patitas en la calle, seguro. Pero, aparte de a la Reme, necesito contárselo a alguien más, razón por la cual con su permiso voy a relatarles la extraordinaria aventura que estoy viviendo desde hace unas semanas.
En primer lugar, me presentaré: tengo cincuenta y seis años y digamos que me llamo Engracia. Para ser sincera ése no es mi verdadero nombre, es el de una tía mía del pueblo ya que, como pronto comprenderán, por prudencia no es sensato que ofrezca datos personales que faciliten mi identificación. La cuestión es que desde hace seis años soy empleada de la limpieza en el Hotel Marysol de Vigo (por favor, síganme ustedes la corriente, claro que ni el establecimiento se llama así ni está en Galicia). Hace casi un mes el arrendador del piso que tenía alquilado, por cierto un piso precioso, con mucha luz, bien situado y económico, me echó de la vivienda. Por lo visto había encontrado otro inquilino dispuesto a pagar una renta muy superior a la mía. El hijo de Satanás –perdonen ustedes la fea expresión-, acogiéndose a una cláusula del contrato, una de esas que hay que leer con lupa de muchos aumentos y luego resulta que puede tener seiscientas interpretaciones distintas, me obligó a desalojar en el plazo de tres días. Menudo disgusto, con lo bien que estaba en ese pisito y las amigas y vecinas tan simpáticas y amables que tenía: la Colasa, la Pura, la Robustiana… Como buenamente pude recogí las cosas y las guardé en el almacén de un primo de mi difunto esposo, a la espera de encontrar otro alojamiento digno y asequible acorde con mis escuetos ingresos.
Entre tanto debía buscar una pensión para ir tirando, aunque la primera noche me dije ¿y con todas las habitaciones libres que hay en el hotel vas a pagar por dormir en un cuchitril asqueroso? Ni corta ni perezosa, me metí en un cuarto vacío de la tercera planta. Pensé que no hacía mal a nadie y encima después lo iba a dejar como los chorros del oro. Fue entonces cuando empezó toda esta historia. Yo, que nunca he salido de mi provincia, que ni siquiera he ido a Benidorm con la ilusión que me hace, esa noche soñé que conducía un BMW a toda velocidad por una autopista de Austria o de Alemania, no sé, en los carteles todas las poblaciones tenían nombres terminados en –burg, –berg, -tadt, -brück o cosas por el estilo. En el sueño yo era un hombre y además con bigote, con lo poco que a mí me gustan los bigotes y las barbas. Paraba a tomar una cerveza y unas salchichas en un bar de la carretera y entendía y hablaba el alemán a la perfección. Luego de atravesar la Selva Negra o como se diga visitaba una fábrica de algo y me entrevistaba con un joven muy finolis y emperifollado que se llamaba Helmut y me hacía un pedido de mil toneladas de no sé qué producto químico, un encargo que en un plis-plas me reportaba una ganancia de un millón de euros, lo cual me puso muy contento. Fue un sueño entretenido, el tentempié del bar estaba bien y nunca había conducido un BMW, bueno ni un BMW ni nada, porque no tengo carnet de conducir. Además, el chico ese finolis después de enseñarme la fábrica me invitó a una copa de champán y unas chocolatinas, qué detalle; para mis cortas entendederas que era un poquito gay y pretendía flirtear conmigo, porque en su despacho solo se escuchaba música romántica italiana y en un momento dado creo que me hizo morritos y hasta me guiñó un ojo. Pero de ahí no pasó la cosa, ¿eh? No vayan ustedes a formarse una opinión equivocada, que una será pobre, pero no es ningún pendón verbenero.

Por la mañana, haciéndome la tonta, le sonsaqué a Matías el recepcionista (que sí, que no se llama Matías) la identidad del último huésped de la 307. Era un hombre de negocios granadino que estaba de paso en un viaje a Alemania. Me enseñó su foto y me quedé patidifusa: era el mismo rostro que había visto en el retrovisor del coche aquella noche. Acababa de soñar lo que le había pasado o iba a pasar a ese fulano en los días siguientes a su pernoctación en nuestro hotel.
Discurrí luego que al fin y al cabo todo había sido un sueño, que mi subconsciente debió grabar su cara y algunas frases pronunciadas hacia su teléfono al cruzármelo en algún pasillo, en el hall o incluso en el aparcamiento. La Robustiana me confesó una vez que a menudo soñaba cosas que luego iban y le ocurrían, no obstante siempre he pensado que la Robustiana es un poco bruja, buena persona sí, muy buena, pero un poco bruja y además, las cosas le ocurren a ella, no a otras personas a las que no tiene el gusto de haber sido presentada.
La noche siguiente dormí en la habitación 504. Volví a soñar. Esta vez tenía unos treinta años menos, era rubia y vestía de marca. Tenía un tipito encantador, nada de los setenta y dos fofos kilos que arrastro día sí y día también detrás del carrito de la limpieza. Además, iba acompañada de un galán. Sí, táchenme de anticuada, pero esa es la palabra: galán. Un joven hombretón, alto, con los ojos azules, elegante, que estaba de toma pan y moja. Era por la tarde y asistíamos en un local muy chic a la entrega de unos importantes premios literarios. Yo, que decían que era una prometedora escritora, lo cual en ese mundillo creo que equivale a decir que eres ocho ceros a la izquierda, había sido nominada al galardón de poesía. Era la primera oportunidad de salir en prensa, de ver mi nombre en los envidiables titulares de las secciones culturales. Tenía los nervios a flor de piel, estaba como un flan, quería morderme las uñas y comerme los dedos pero me tuve que reprimir dada la seriedad del certamen, lleno de críticos y fotógrafos. Finalmente no conseguí nada, ni un miserable diploma o una de esas menciones honoríficas que en ocasiones otorgan a los perdedores. Aquello me entristeció mucho, sentí que el mundo se derrumbaba, que todos mis esfuerzos habían sido en vano. Cuando salíamos del evento, mi guapo acompañante me susurró dulcemente: “Querida, tú siempre serás mi campeona. Esta noche te ofreceré un premio muy especial, un premio que mereces y solo yo puedo darte. Olvidarás enseguida toda esta sucia patraña. Estoy convencido de que mañana escribirás los versos más bellos de la historia.” Hubiera deseado vivir la entrega de aquel apasionante premio, pero justo en el momento más inoportuno sonó la alarma de mi reloj Kasyo y me desperté.
Ni que decir tiene que intenté y pude averiguar que la anterior huésped de la 504 respondía plenamente a los rasgos del personaje soñado. Cuando me enteré, entendí que o el hotel o yo estábamos encantados.
Sin embargo, todo lo ocurrido lejos de asustarme me estimuló. Así es que decidí seguir durmiendo en habitaciones libres cada noche. Me di cuenta de que disfrutaba viviendo y sintiendo como otras personas que no tienen que cargar a diario con la fregona y el aspirador, que no están condenadas a limpiar retretes ni cambiar toallas o sustituir rollos de papel higiénico, que pueden llevar existencias felices o desgraciadas, pero siempre distintas a la aburrida rutina de una mini-mundi como yo. Cuando me alojé en la 409 piloté un moderno aeroplano y aterricé en la Costa Azul; transportaba a unos pasajeros muy adinerados que me dieron una excelente propina. Cuando lo hice en la 110, descubrí que mi marido me la pegaba con otra y le lanzaba una botella, partiéndole el cráneo y provocando mi detención por la policía, fue muy divertido. Cuando me atreví a dormir en una suite, en la 701, si bien reconozco que recibí unos duros golpes, pude experimentar el placer que se siente cuando noqueas a un negro irlandés de ciento veinte kilos en el tercer asalto, con un crochet de izquierda. Y así noche tras noche, de habitación en habitación.
Esto que me ocurre y ahora ya conocen, antes solo se lo había contado a la Reme, que es mi mejor amiga; ella me aconseja que lleve mucho tiento y dice también que parece que esté drogada con todo este maltraer, como lo llama la boba. Yo creo que en realidad tiene celos, pues a la infeliz la abandonó el cabrito del Fulgencio hace dos años, dejándola con lo puesto y poco más. Como se ha propuesto vivir y morir siendo una amargada, pretende que las demás nos solidaricemos con su causa. Pero yo no estoy dispuesta, yo voy a seguir a lo mío, a ser una secundaria de día y una estrella de noche. Ojalá que no se enteren en el hotel porque entonces sí, entonces se acabó la fiesta. Por favor, guarden el secreto.
Rafa Sastre

Rafa Sastre y Juan José Millás